que
estoy a punto de morirme y solo…
Son versos de Leopoldo Alas
(Mínguez), nombre que evoca a su tío abuelo, aquel de la
Regenta. Conocí a Leopoldo en los desmayados veranos de nuestra adolescencia en Riaza, cuando la vida aún escondía promesas. Polo (así
le llamábamos) siempre fue un chaval intuitivo, lúcido desde prismas diferentes. Alguien que miraba la vida en oblicuo, probablemente.
Nos separó el tiempo, las miserias
cotidianas, la inconstancia de los días.
Años más tarde, alguien me trajo,
dedicado con evocador cariño (y con idéntica memoria estival), uno de sus
libros publicados. Lo reconocí, Polo, aquel precoz conocimiento de sus doce
años. Ambos nos habíamos doctorado en desencantos.
Murió poco después,
también en verano. Tuvo, y pongo aquí toda mi mohosa ironía, unas sentidas
exequias. Funeral multitudinario, reseñas periodísticas, páginas in memoriam…
Pienso ahora, en la madrugada de un sábado a destiempo, acerca de su anterior muerte, la reflejada en esos
versos. Un solo sorbo de café y demasiadas preguntas. Demasiadas.
¿Dónde vagaban entonces quienes
luego asistirían con gesto lacrimoso a esa parafernalia de pésames y
abrazos?
¿Cuántas veces puede morir uno
sin morirse?
¿Pude haberle llamado y charlar
con él como aquella vez bajo el castaño de Indias?
¿Hubiera significado algo, a estas
alturas, ese perplejo diálogo de moribundos?
¿Solo es palabra grave? ¿Ya no se acentúa?
¿Podría alguien comprender si
le decimos…?
Observo los posos al fondo de la
taza vacía. Puede que ahí flote alguna de las respuestas. Cada vez más
amargo, el café (solo). La sabia, la distante, la reflexiva soledad de Polo.