La modelo del pintor joven no
cobra, paga por posar. Todos los días recibe al artista en la antesala de su
dormitorio, junto al enorme vestidor laminado de espejos. Cuando caballete,
lienzos y pinceles están listos, la modelo del pintor joven se desnuda. Durante
unas horas, sin querer reparar en el ajado aviso de la piel -esa tristeza de
carnes en declive-, posa en actitud sugerente, aprendida en su largo devenir
por los clausurados museos de la vida.
Acabada la sesión, se vuelve a
vestir, con ayuda de la empleada de hogar. Luego, la modelo del pintor joven
observa como él recoge sus bártulos y cubre, para que no se vea todavía, el
lienzo a medio terminar. Hay un pacto, no asomarse al cuadro hasta que esté
terminado. Se despiden ambos con un gesto tibio, como de complicidad. La modelo
del pintor joven lo ve partir, con el cheque en el bolsillo y esa incertidumbre
de contratado en prácticas. Un día más.
Un día más, o quizá un día menos,
hacia la belleza por recuperar, piensa la modelo del pintor joven. Hacia esa
belleza que algún día despilfarró, desnuda también, por otros cuartos con otros
vestidores. Hace de esto muchos años, demasiados quizá. Sucedió en un tiempo de
plenitudes, cuando era tan joven como ese artista que –está segura- sabrá impostar
con arte su retrato. Ese artista que conseguirá pincelar, para su ajada mecenas,
una mentira sutil y desgarrada, una efímera mueca a la supervivencia.
Hace demasiados años de todo, y la
modelo del pintor joven no recuerda ya su figura de entonces. Esa figura que
ahora cubre con un paño su desnudez entre el pavor del lienzo. Su desnudez de
ayer, apenas desleída por los óleos de un presente en prácticas.