De entre las desoladas
lubinas que se ofrecen
al deseo, escogen
unos ojos exiliados
sonríe con la escarcha
del tiempo esa pareja
de vidas dos a dos
orientada a una cena
en la casilla ocho
del tablero,
ignoran,
mientras pueblan –acaso
de premura, o de muerte-
el carro de metal,
si no hubiesen doblado
aquella esquina;
los surcos del destino
recogen lo fugaz
gota a gota, conversan
sobre el rigor del tiempo
-de otro tiempo, quizás-,
mientras sus vidas (ya descamadas)
exhiben entre el hielo
inútiles renuncias.
Segundo texto de los tres que componen La incierta soledad de las lubinas.