Sevilla, finales de marzo. Llueve en el Alamillo y recibo el premio
Albert Jovell de poesía. Me lo entrega
Dolors, su viuda, embargada de sensaciones, embargada de Albert. He compartido toda la mañana con
Luis García Montero, un tipo capaz de resultar normal en los tiempos que corren, no encuentro mayor elogio. He aprovechado el fin de semana para compartir café con
Sofía Serra, terraza con
Pepe Quesada, y han asistido a la entrega las gentes del
Carambolo (
Rosa María, Isabel y sobre todo
Edith, que arrastra su inmenso dolor y, aún así, se muestra abierta y generosa). He compartido asimismo Cristo del Cachorro -y fino- con
Isolda y Catherine, que coincidieron allí.
Recoger un trofeo literario es una ceremonia que puede devenir en ritual vacío. El
Albert Jovell ha sido, muy al contrario, una explosión de humanidad, de compañía, de emociones. Premiado con mucho más que un premio, dejo aquí el inicio del poema ganador,
Plan para mañana. Otro día pondré el resto. Gracias, de esas interiores, a todos.
Saldremos en silencio de la casa
de camino otra vez al hospital.
Tú
apagarás la luz
como es costumbre, yo me preguntaré
si
se apagan igual las vidas que las luces.
Luego, segura de volver mañana,
girarás la llave hacia el futuro
(ellos confían poco en el futuro,
ese pronóstico siempre reservado)
y tomarás mi mano
como si bajar conmigo la escalera
te hiciera de verdad estar aquí.
Cogeremos el bus, y buscarás
asiento lejos de la ventanilla,
hace tiempo que ya
no te apetece ver la vida afuera,
(como si no pasara), yo creeré
que
te molesta el sol más que la ausencia.
Entonces, convencida
de que cualquier parada es tu destino,
pulsarás el botón de los anhelos,
(ellos ignoran que existan autobuses
por estos barrios siempre desolados)
y bajarás despacio,
tan feliz, como si pisar la acera
te hiciera de verdad estar aquí (...)