Al llegar al arco detector,
empecé a vaciarme los bolsillos. Primero, apareció ese niño vagamente atónito
de las fotografías. Luego un mechero inservible, varios amasijos de ilusiones, y
las llaves oxidadas de alguna cerradura que –a esas alturas- no sabía situar.
Instantes después, saliste tú
del bolsillo interior, ése que se ubica al lado del corazón. Miré sorprendido,
ya no recordaba que estuvieses allí. También fui depositando, como restos de un
naufragio, la tarjeta sanitaria –ya poca utilidad podía tener-, las ambiciones
profesionales y unas gafas de presbicia para leer la vida, que nunca supe
limpiar bien.
A esas alturas, ya
estaba casi desnudo. Fue entonces cuando me extraje a mí mismo de la trasera
del pantalón. Me contemplé, atónito, un momento, sobre la bandeja de objetos
que no podían seguir viaje. Quedé allí, confiscado junto a la cartera que
escondía alguna foto amarillenta, y el carné con esa identidad falsa que ya no
necesitaría nunca más.