Al fin,
aquella mañana de invierno, el Espíritu Santo se dignó visitarme. Bajó en forma
de lenguas de fuego, y prendió una montonera de folios con apuntes sobre mi
próxima novela. Un desastre, vaya. La casona rural donde vivía por entonces quedó
calcinada, el seguro adujo que no estaba cubierto el riesgo de contingencias
divinas trinitarias y, como era de suponer, mi novela jamás vio la luz.
Ahora vivo en un sótano interior,
para evitar corrientes. Escribo microrrelatos directamente sobre el ordenador.
Y cuando necesito incendiar mi vida, baja Paloma, la vecina del segundo
derecha. Es mucho más joven que la tercera persona del jeroglífico, pero su
lengua resulta, lo afirmo desde las cenizas del placer, igual de abrasadora.