18 de noviembre: San Esiquio. Procesión
de hormigas vocales bajo dos cifras de almanaque. Otro día más para transitar
por ese desvarío de los rodapiés. Giran en redondo, estúpidas, las manecillas
del reloj. Giran, también, restos del desasosiego en el tambor de la lavadora. O quizá se trate de unas simples bragas, sabemos tan poco sobre sentimientos y coladas... La impostura reclama su diaria ración de pan a medio
chamuscar, esa tertulia mediática de la catástrofe. Tiempo de agonías, de lapidaciones, de patíbulos. Como
todos los tiempos.
Camino
del bar, vómitos secos por los portales, sueños oxidados junto al contenedor. A
falta de nieve, excrementos de perro sepultan las aceras de la memoria. Falta
mucho para navidad y nadie enarbola aún botellas de cava como ofrenda al dios
del goce impuesto. El camarero resuda su obesidad en la misma camisa raída de
anteayer. Por supuesto, no regala décimos premiados. Ni siquiera el café. San
Esiquio no conoció los bares, tampoco la lotería. Lo arrojaron al río Orontes
con una piedra en el lomo. Afortunado, no tuvo que volver para arrastrarla, de
nuevo, ladera arriba.
Nosotros, sí, aunque finjamos
ignorarlo. En los folletos del híper, anuncian la quincena de la amnesia, gran
promoción de olvidos en oferta. 18 de noviembre: San Sísifo, imbécil y mártir.
Tan digno, tan ignorante de su cotidiana muerte, por esa calle en cuesta, camino
de la oficina.