Definitivamente,
musitaste, ser feliz es tan inútil como un guante sin dedos. Acababas de
perder, una vez más, el autobús de vuelta. Empezaba a lloviznar sobre los
recuerdos, dejando esa pátina resbaladiza donde tanto temías romperte el frágil corazón.
Fue la última vez que te vi, y
recuerdo tu estrafalaria cazadora con manchas de ilusión y la cremallera
rota. Luego sólo supe de ti por los sueltos en prensa, y –no podía ser de otra
forma- por el gesto condescendiente de aquellos felices estúpidos que se creían
tus amigos.