En algún momento de su vida, quizá durante la imprecisa juventud, se le infiltró una idea. Ocupa, desde entonces, su cerebro. Dirige sus
pasos, ordena el trastero de su existencia. Le hace infeliz, sin duda, en ese
mundo rebosante de felices seres sin ideas.
También le hace peligroso, entre tantas mentes inofensivas. La autoridad
le controla a distancia. Él sabe, y acaso
espera, que un día le obligarán a pasar por el quirófano para extirpar esa
patología al acecho, la imprevisible amenaza entre neuronas.
Pero la peor pesadilla siempre está dentro. Su idea, vengativa y cruel
como corresponde, le aborrece. Torna su vida insufrible, le amarga los días sin
disimulo. Proyecta en secreto abandonarle, aprovechando un rato de lectura, la
digestión de una fabada, el partido de fútbol a media tarde.
Parecería que la intrusa alberga, a su vez, otra idea única:
desinstalarse para siempre de su opresor, diluirse en el escepticismo, en el
vacío, incluso. No soporta la rareza, esa lacerante diferencia del ser donde
habita de inquilina.
Probablemente -las especies en extinción son así de gregarias- tampoco
soporta la soledad.