viernes, 10 de agosto de 2012

Favila y la posteridad


            Cuando el rey Favila se vio frente al oso descomunal, en aquel claro de los bosques de Cangas, supo que aquello era una encerrona. Mientras era despedazado, ante la mirada indiferente de los nobles de su cortejo, adivinó que el animal que acabaría con su vida tenía el mismo gesto, la misma ancestral codicia, el mismo manto ansioso de poder que su cuñadito, el gilipollas ése de Alfonso, tan católico él, tan políticamente correcto mientras restregaba su feroz pelaje por los jergones de todas las esclavas musulmanas.
              Todo eso vio Favila, aunque tampoco le pareció mal negocio. A cambio del cetro terrenal, él pasaría a la posteridad nominado con el rey cristiano de muerte más legendaria. Su legado sería la originalidad de una corona arrebatada a zarpazos. Alfonso, como además de oso, era un tarado, nunca llegaría a degustar el sabor postrero de la gloria. La gloria, el único valor que cotiza por encima del poder, fue el último pensamiento de Favila, mientras el plantígrado lo derribaba sobre los arbustos de la traición.