Cuando el rey
Favila se vio frente al oso descomunal, en aquel claro de los bosques de
Cangas, supo que aquello era una encerrona. Mientras era despedazado, ante la
mirada indiferente de los nobles de su cortejo, adivinó que el animal que
acabaría con su vida tenía el mismo gesto, la misma ancestral codicia, el mismo
manto ansioso de poder que su cuñadito, el gilipollas ése de Alfonso, tan
católico él, tan políticamente correcto mientras restregaba su feroz pelaje por
los jergones de todas las esclavas musulmanas.
Todo eso vio Favila, aunque
tampoco le pareció mal negocio. A cambio del cetro terrenal, él pasaría a la
posteridad nominado con el rey cristiano de muerte más legendaria. Su legado
sería la originalidad de una corona arrebatada a zarpazos. Alfonso, como además
de oso, era un tarado, nunca llegaría a degustar el sabor postrero de la gloria.
La gloria, el único valor que cotiza por encima del poder, fue el último
pensamiento de Favila, mientras el plantígrado lo derribaba sobre los arbustos
de la traición.
Interesante vision de la Historia en una historia sorprendente con el punto de ironía que te caracteriza. ¡Bravo!
ResponderEliminarTropezamos con el pasado al avanzar, caro amigo...
ResponderEliminarTe echo de menos.
Un abrazo.