Soy
moderadamente imbécil, o eso parece. Miro cuadros con los ojos cerrados,
mordisqueo el hueso de las aceitunas, persigo autobuses fuera de las paradas.
Mi familia me ha dado ya por irrecuperable, y el médico de cabecera me receta colecciones
de ansiolíticos con cuyos envases voy
construyendo el puzle de mi otra vida.
Ahora bien, soy consciente de que no
debería dibujarme a medias tintas. Es más, para no seguir fingiendo, reconoceré
que soy rematadamente idiota. Mucho más de lo expuesto arriba. Colecciono
empanadillas a medio freír, leo periódicos de la semana que viene, y –cuando me
explican las delicias del amor- finjo que escucho con atención, como si creyese
que algo así pueda existir.