Esther entra en el hospital para
un autotrasplante de médula ósea. Durante la operación, el médico encuentra dentro
de su organismo el humor del buen humor. Extrae una pequeña porción, por
fortuna regenerable, que va inyectando en sucesivos pacientes. En breve tiempo,
el buen rollito se extiende, y todo el mundo quiere operarse en esa clínica. El
ministro de Sanidad, preocupado por la súbita epidemia de buenagentismo, decide
intervenir. Pero enferma y es él el intervenido. En esa clínica. Cuando
sale, se nota diferente. Dimite y se dedica a ayudar a los demás, en vez de a
joderlos. Lo llaman el síndrome de Esther. Y va creciendo.
(No es que este texto
se base en hechos reales. Es que los hechos reales se han trasplantado -nunca mejor dicho- al blog.
Ánimo, Esther.)
Más allá del asunto real y concreto que te ha provocado este relato (y mucho ánimo también por mi parte a Esther), ojalá fuera cierto todo lo que se te ha ocurrido.
ResponderEliminarLa idea es preciosa y buena falta que nos haría a todos... Todo el mundo necesita una Esther!
ResponderEliminarLo mejor del mundo para Esther...
ResponderEliminarUn abrazo.
Pepe Gonce