Dictaba a sus
alumnos de primaria escenas de su propia vida. Los niños copiaban aquellas
experiencias del maestro con la dificultad de sus bolígrafos mordidos, y las
teñían de faltas de ortografía. Con descaro infantil vestían de hache el amor y
restaban el acento a la ilusión. Luego, para corregir el dictado, el maestro escribía
las frases correctas sobre el encerado.
Cuando la clase terminaba, entre un fragor
de mochilas y libros rotulados, quedaba –sobre la negra soledad de la pizarra-
la huella de una vida perfilada en frases cortas. Apenas, pensaba para sí al
abandonar el aula, unas oraciones gramaticales cargadas de recuerdos que ya
nada significaban.
Poco importaba. En la hora
siguiente, la joven licenciada en matemáticas, sin leerlas siquiera, borraría con
vigor todas aquellas vivencias nebulosas. Con cada brochazo de la bayeta sobre
la oscura superficie, la memoria de aquel caduco profesor de lengua iba
quedando, y así debía ser, un poco más vacía.
Melancolía desde la primera a la última letra, incluyendo esa hache que quiere formar parte del verbo hamar
ResponderEliminarQué enorme tristeza para ese profesor. Me apunto a lo que dice tu tocayo. Es hermoso con hache. Un beso, Amando.
ResponderEliminarExcelente.
ResponderEliminarLas nuevas generaciones han adoptado la costumbre de escribir los nombres propios en minúscula; un indicio de que el tuteo va llegando también a la ortografía.
Mucha melancolía sí. Pero me reío al sentirme solidaria con los niños que hacen faltas y escriben su nombre con minúscula, por pereza. Gracias por la cura de rejuvenecimiento.
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