Le gustaba aquel local, justo
frente al cruce sin semáforo. Dentro, al parecer, había una tintorería. Una vez
al mes, más o menos, venían las almas a hacerse una limpieza en seco. Pero a él
sólo se interesaba el escaparate. En su luna frontal, siempre reluciente, se
reflejaban los rostros de los transeúntes, el caos de los coches, perfiles
difusos salpicando un interior de prendas simuladas, sin vida, que ofrecían como
reclamo comercial las rayas impolutas de sus pantalones.
Enfrente, sobre la acera, había un banco
de madera cuarteado de años y vencido
del peso de las vidas que ya no aguantaban más. Él se sentaba a media tarde,
cuando los destellos del sol hacían cimbrearse como bailarinas a las torpes
ancianas que se recogían para ver en casa los concursos de la tele. Desde el
angular de su mirada sobre el vidrio del escaparate, la vida se iba deformando,
alcanzando una desolada atmósfera de soledad y decadencia.
Conocía todos los rostros que
allí se reflejaban, encajando a veces en los trajes expuestos dentro, sobre la
tarima de césped artificial. Todos, excepto áquel que una tarde cruzó
indebidamente la calzada. Un Opel gris metalizado lo atropelló, lanzó su cuerpo
bateado sobre el bordillo. Caído junto a una alcantarilla, el cuerpo inerte del
aquel hombre le resultó vagamente familiar.
No comentó nada al volver a
casa. Pero ese día no quiso comer. La visión del accidente le había quitado el
apetito. Fingió un dolor de estómago. Su mujer, siempre alerta a sus
fingimientos, se empeñó en llevarle a urgencias. Le diagnosticaron desgarros
viscerales múltiples, hemorragias internas y diversas fracturas. Aunque el
paciente no lo recordaba, era evidente que había sido arrollado por un
automóvil. Murió antes de medianoche.
Siempre tan cabezota, sentenció su hija mediana, a la vuelta del
tanatorio. Quizás podamos demandar al
hospital por negligencia, o al ayuntamiento por no señalizar el cruce
debidamente, añadió su yerno, el picapleitos, en su papel de listo de la
familia. La viuda arrastraba en silencio cincuenta y dos años de recuerdos
sobre los zapatos planos. Pasaron primero frente al escaparate de la
tintorería, sin mirarlo. Algo más abajo, en la misma acera, un opel gris
metalizado los vió pasar desde un taller de chapa. No entiendo nada, decía el conductor a un mecánico escéptico, no recuerdo ningún golpe, y sin embargo,
fíjese, esas abolladuras en la parte delantera, como si alguien se hubiera
lanzado contra el capó… ¿A la tarde estará reparado? Perfecto… Tengo que venir
luego a la tintorería de ahí arriba, ésa que tiene un escaparate tan
reluciente…
Hola Amando:
ResponderEliminarHe venido a parar a tu casa gracias a la sabia recomendación de María Blázquez. Tu blog es como un refugio en la montaña, un lugar seguro al que retroceder cuando uno se ha perdido o en el que encontrar cobijo y alimento cuando faltan las fuerzas para seguir adelante. La seguiridad que brinda opera también como un medio para distinguir el hallazgo sin continuidad, fruto del azar, del auténtico descubrimiento...
Ciertas virtudes sólo pueden serlas en secreto. Un exceso de luz sobre este " escaparate reluciente " ejercería sobre éste el mismo efecto que la proximidad en las mujeres demasiado empolvadas.
Un abrazo.
Bonita historia, muy bien estructurada. Suspense, idealismo y realidad en un relato redondo. Un abrazo
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