Al caer el telón, el mismo
día del estreno, la ovación atronó el teatro. Desde un palco del tercer piso,
el autor escuchaba la eufórica sinfonía de aplausos enfervorecidos. Embriagado
de éxito, concluyó que había merecido la pena vivir para crear una obra tan majestuosa.
Intuyó, complacido, que había alcanzado al fin la gloria literaria. Nada más le
quedaba por hacer. Se lanzó al vacío, y su cráneo quedó reventado sobre la
tarima del piso inferior, mientras los bravos se recrudecían.
Los medios de comunicación
recogieron en portada el asombroso suceso. El productor decidió cancelar todas
las representaciones, como homenaje póstumo y, para decirlo todo, también por
un punto de superstición. Nadie más volvió a recordar la obra maestra, y del
insigne autor sólo quedó en las hemerotecas el recuerdo de su elegante
acrobacia, el vuelo de un escritor olvidado hacia la gloria del patio de
butacas.
Eso le queda ya a la Literatura, el refugio de la calidad efímera y volandera, sin voluntad de permanencia. Somos los últimos escritores.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte.
¡Con lo que cuesta alcanzar el éxito en el mundo de la Literatura! ...
ResponderEliminarComo siempre, una gran historia. Un saludo
Bueno, por lo menos murió en la gloria. Aunque parece que no quedó en la memoria, es que sí. Y lo que narras no es caso único, muchos autores son recordados por su suicidio más que por su obra.
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